Escribir sobre los trabajos de Diana Dreyfus implica rápidamente la sospecha de que al hacerlo se irrumpe en casa ajena, vulnerándose de algún modo una corriente innata, una disposición meditativa. El mero hecho de escribir se transforma en una operación demasiado ruidosa, y cualquier palabra, cualquier presunción de hacer sentido parece que esta de más, como una irrupción abusiva que perturba el delicado soplo vital que anima sus piezas y que parece ser todo lo que necesitan.Con extraordinaria sobriedad, afirmada pericia técnica y la imprescindible intensidad emocional, Dreyfus está muy atenta a la respiración de su obra a medida que la desarrolla, sigilosamente involucrada en lo experiencial, lo cual no impide – más bien, garantiza – que se vea nítidamente su modesta vocación de aplicarse estrictamente al ensayo gráfico, a las simples transiciones de los estados de la tinta y los registros del papel según un modus operandi que incluso se permite revelarse como acotado en sus variables y recursos. Esencialmente, el lenguaje sincrético de Dreyfus es, a un tiempo, la comunión y el divorcio de lo que impregna con las cualidades secretas de lo impregnado, del movimiento y lo inmóvil, de lo seco y lo húmedo. Su sonoridad es la del estruendoso contraste de espesas manchas y repentinos grumos, en oposición a la dinámica de los trazos, ya sea escuetos o extendidos; y su regla tácita, un apego menos programático que instintivo a la manera en que el arte oriental trató el paisaje, con ese incierto estatus entre la referencia escénica y la metáfora visual, que empieza a comprometer el umbral de acceso apenas se manifiesta. También, los modos de ataque del pincel, en diversos ángulos o grados de aceleración, o a través de los minuciosos detallismos, proponen que lo gestual sea más una microfísica de la energía concentrada en los dedos, en las posiciones de la muñeca y por ende de las mínimas alteraciones de postura de la mano, antes que de los brazos o el cuerpo.Como cuando el oído y el caracol se confabulaban para hacernos creer que escuchábamos el rugir del mar, aquí vemos o creemos ver las marcas del flujo y reflujo de una marea oscura sobre la arenosa intemperie de estos tenues soportes, imbricados del espíritu del líquido que los modifica, así como las telas desmienten su trama emparentadas íntimamente con las sucesivas capas de papel que sostienen el intrigante efecto de espacio, cielo, tierra y agua, en un artificio de perspectiva atmosférica que, sin embargo, parece de pronto revertir toda alusión para petrificarse en pura materia sin imagen.Esas líneas y pinceladas de tan diversa conformación, puntillosas y ríspidas, o bien condensadas y oleosas, parecen haber sido volcadas no sobre el plano sino sobre el aire inmediatamente contiguo, en una flotación tan persistente como incorpórea; el conjunto se impone como la expansión fragmentada de un territorio ilimitado, que la artista subdivide en los formatos del papel, en sus pliegues y dobleces, en los encuadres de las telas, para redescubrirlo sostenida en las galas del blanco y el negro. Y así como no hay aquí ni la confirmación categórica de un punto de vista, ni la hipotética estructuración del cuadro en cuanto a tema o motivo, cada planteo es lo suficientemente permeable a la mirada como para que nos sintamos tentados a identificar con el recurrente reflejo narrativo esas señales, que por otra parte se empeñan en ser casi imperceptibles, equívocas. Dreyfus coloca al espectador frente a la topografía de una zona imprecisa, en ese punto de inflexión donde los signos se agrupan y articulan de manera de no hacerse refractarios del todo a nuestra proximidad, aunque manteniéndonos saludablemente a raya, inmersos en el silencio óptico, detrás de una barrera de vacío.
Diana, linda, este año no logro ir a casi ninguna inauguración, pero te sigo queriendo como siempre y me alegran tus avances y tus logros
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